Por *
En 1955, José Gelbard, titular de la Confederación General Económica (CGE), planteó al presidente Juan D. Perón que era “inaceptable que un delegado toque su silbato y paralice toda una fábrica”.
Durante las décadas siguientes, signadas por la inestabilidad política, el poder obrero fue fluctuando, pero nunca dejó de ser determinante.
En 1958, el Secretario de Trabajo de Frondizi declaró que al asumir encontró que “los empresarios habían perdido el comando de las fábricas, todo lo disponían las comisiones internas; mandaban los que tenían que obedecer, los empresarios deben retomar el control de las fábricas”.
La dictadura cívico militar del ’76 secuestró cuerpos de delegados enteros, en muchos casos con complicidades de los empresarios que se beneficiaron de esa sangrienta política represiva, delito de lesa humanidad cometido por el poder económico que, dicho sea de paso, aún no fue sometido debidamente a investigación judicial.
Desde entonces, la capacidad de organización de los trabajadores ha ido mermando, llegando al oprobioso dato según el cual para 2008 sólo en el 12,3 por ciento de los establecimientos existían delegados.
Pero al capital nunca le alcanza.
El programa del gobierno de Macri en materia laboral comenzó apenas asumió. Avaló miles de despidos ante la inacción absoluta del Ministerio de Trabajo, haciendo renacer ese gran elemento disciplinador que es el temor al desempleo. Siguió con el ataque sistemático a la Justicia del Trabajo y a los abogados y abogadas laboralistas. Por su parte, el avasallamiento sobre la autonomía sindical –sin precedentes desde 1983-, mediante la intervención de sindicatos y la obstaculización de su accionar, supone una ilegal injerencia en su vida interna.
Todo esto evidencia que lo que se pretende es debilitar la defensa y representación de los trabajadores y la acción colectiva.
En ese esquema se inserta el borrador de proyecto de reforma laboral presentado por el Gobierno nacional -pero indudablemente elaborado por abogados de empresas-, que demuestra no sólo ese objetivo desregulador (“liberar las fuerzas de la producción”, según allí se consigna), sino además un intento por someter absolutamente la vida de los trabajadores y las trabajadoras.
Mediante la implementación de una “bolsa de horas” se pretende arrebatar al asalariado hasta la soberanía sobre la organización de su vida diaria. Con la limitación del principio de irrenunciabilidad y la eliminación del recurso de restitución de las condiciones de trabajo que sean modificadas unilateralmente por el empleador se legaliza el condicionamiento a renunciar a derechos sólo a cambio de no perder el empleo. Con el abaratamiento del despido se habilita el cambio de trabajadores de mucha antigüedad –y mayor salario- por nuevos y flexibilizados.
Una búsqueda de maximización de ganancias, sí; pero, sobre todo, un intento de recuperación de poder empresario. Nuevamente, el sometimiento como gran objetivo.
* Presidente de la Asociación de Abogados Laboralistas (AAL). Director del Departamento Jurídico de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE-CTA)
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