Esa lucha,
ya en democracia, siguió en el mismo tono ante la necesidad de reclamar
la aparición con vida, y el juicio y castigo a los asesinos.
Como todo proceso histórico, la lucha por los derechos humanos tuvo y
tiene sus contradicciones y limitaciones. Reivindicados primero desde
lo afectivo por los familiares, se fueron constituyendo las asociaciones
que representarían esas primeras experiencias. Las madres y abuelas de
Plaza de Mayo quedaron como el símbolo máximo.
Pero no todo el espectro político
y social que asumió aquella lucha tuvo y tiene la misma visión. Siempre
desde la solidaridad estuvieron presentes dirigentes políticos,
sociales y religiosos – aunque no en forma mayoritaria – que, sin haber
compartido y en muchos casos habiendo estado en contra de la militancia
concreta de asesinados, desaparecidos y presos, se sumaron y hasta
encabezaron manifestaciones de reclamos por verdad y justicia.
La demonización de los militantes revolucionarios
El momento político, desde 1983 y aún antes, no hizo posible instalar
junto a ello la participación de quienes venían luchando contra las
violaciones a los derechos humanos, primero desde las campañas
internacionales y luego del retorno al país, desde los mismos organismos
de derechos humanos que habían contribuido a consolidar, hasta con
aportes financieros, porque habían creado una estructura internacional a
tales fines, como parte de su política de desgaste de la dictadura.
Continuaba la demonización de los llamados “subversivos”, desde
sectores interesados, mucho más amplios que sólo las fuerzas militares y
de seguridad ejecutoras del terrorismo de estado, con los grandes medios de prensa
como sus principales difusores. Esta demonización se perfeccionó cuando
el proceso político evolucionó favorablemente hacia la democracia. En
esta demonización se encontraron las fuerzas políticas de cuño liberal,
que nunca compartieron el cuestionamiento a fondo del sistema
capitalista. Y coincidieron con los sectores económicos, sociales y
clericales que se sintieron amenazados en la disputa por la hegemonía
del poder.
El gobierno del Presidente Raúl Alfonsín emitió decretos para que se
procesara a las cúpulas de las Fuerzas Armadas como ejecutoras del
terrorismo de estado; y a los principales dirigentes de las
organizaciones revolucionarias Montoneros y PRT-ERP, que encarnaron la lucha armada.
De ese modo se institucionalizaron los dos demonios, cuya doctrina
quedaría mejor expuesta por el presidente de la CONADEP Ernesto Sábato
en el prólogo del Nunca Más en 1984. Sin atribuirle la autoría exclusiva
al eximio escritor, ya que fueron varios los pronunciamientos políticos
y sociales, antes y después del golpe militar del 24 de marzo de 1976,
que equipararon las “violencias de diversos signos”, sin asumir ninguna
responsabilidad política en su génesis.
No es propósito de estas breves reflexiones desarrollar dicha
doctrina, sino avanzar en sus consecuencias tanto a nivel de la lucha
por los derechos humanos como en las posibilidades de reconstitución
política para el proyecto de las grandes mayorías populares. Las grandes
limitaciones para esto durante estos largos años de democracia, nos
desafían – más allá de lo logrado – a profundizar en los variados
aspectos que como resabios del terrorismo de estado todavía influyen
como obstáculos al desarrollo de construcciones políticas capaces de
generar nuevas condiciones objetivas y subjetivas para las
transformaciones exigidas por las realidades de injusticias sociales.
Partimos de afirmar y reconocer que aquella valiosa lucha de los
primeros años de los organismos de derechos humanos, que incluyó la
participación de algunos dirigentes políticos, sociales y religiosos,
sirvió para difundir e instalar en buena parte de la sociedad la
gravedad de las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo al
predominar en aquella reivindicación los derechos a la vida y a la
libertad, quedó acotada a una concepción liberal de los derechos
humanos, cuya manifestación más evidente fue la abstracción o el
ocultamiento de la vida militante de quienes aparecían mayoritariamente
como víctimas del terrorismo de estado.
Más aún, se juzgaba políticamente conveniente no hacer referencia a
ella porque se consideraba que debilitaba las argumentaciones
condenatorias de las violaciones. De buena parte de los familiares
tampoco se creía oportuno destapar aquello, que en muchos casos, ellos
mismos habían ignorado o no compartido: la pertenencia a organizaciones
revolucionarias armadas. Muy poco lo hacían los allegados a militantes
de las izquierdas tradicionales, que desde su postura política negaban
la validez de la lucha armada; quienes de todos modos en el marco de la
doctrina de seguridad nacional aplicada por los militares, quedaban
igualmente sospechados de “subversivos”.
Esto posibilitó la instalación con mayor fuerza de la teoría de los
dos demonios, que fue ampliamente acogida por los principales
protagonistas de los primeros períodos democráticos.
De este modo, y sin pretender hacer un desarrollo minucioso de los
procesos de formación y actuación de los principales organismos de
derechos humanos, se fue afianzando el reclamo de justicia, con sus idas
y venidas, hasta que pudo encauzarse con mayor estabilidad y eficacia, a
partir de la anulación de las leyes de impunidad, en el 2006, con una
reivindicación política más integral de las víctimas de las violaciones a
los derechos humanos, desde la asunción del Presidente Néstor Kirchner
en el 2003.
El camuflaje de los coautores
Se manifestarían sin embargo nuevas limitaciones con sus
consecuencias políticas. La urgencia de reencauzar el reclamo de
justicia conllevaba la decisión política de anular las leyes de
impunidad, retomando las denuncias y los procesos paralizados en 1987
por las leyes de obediencia debida y punto final del presidente Raúl
Alfonsín y los decretos de indultos del Presidente Carlos Menem. Pero
este reclamo quedó centrado, prácticamente en forma excluyente, en los
ejecutores directos del terrorismo de estado: los militares y las
fuerzas de seguridad.
Este aspecto venía favorecido por el transcurso de veinte años de
vida democrática en el país (de 1983 al 2003) con plena vigencia del
neoliberalismo, que benefició a los sectores económicos concentrados,
igual que durante el terrorismo de estado. Estos y otros sectores se
reciclaron en los partidos políticos tradicionales y factores de poder
como la mayoría del poder judicial que se mantuvo intacto, la cúpula
eclesiástica, las usinas económicas con sus Institutos técnicos
financiados por las corporaciones nacionales e internacionales y los
grandes medios masivos de comunicación social.
También la dirigencia sindical burocratizada, que se integró a los
negocios de las reformas privatizadoras del neoliberalismo, amparó
aquella vigencia de la impunidad del amplio espectro social, cuya
complicidad recién empezaría a visibilizarse al calor de los juicios de
lesa humanidad.
La sensibilidad social que despertó el conocimiento de los horrores
cometidos por el terrorismo de estado tuvo su efecto positivo al
extender una nueva conciencia y valorización de los derechos humanos y
la convivencia democrática. El impacto fue especialmente en los sectores
medios; y se expresó y expresa en las marchas conmemorativas de cada 24
de marzo o 10 de diciembre. No alcanzó sin embargo para penetrar en
amplios sectores populares, más urgidos por las necesidades inmediatas
que le generaba la crueldad del modelo neoliberal, con desocupación,
desatención de salud, desmantelamiento de la legislación laboral y
previsional, etc., a lo que debe añadírsele la cooptación por la cultura
neoliberal. Por efectos de la misma fragmentación social no se logró
que las organizaciones sindicales, por ejemplo, asumieran la
reivindicación de sus trabajadores desaparecidos.
Salvo la CTA (Central de Trabajadores de la Argentina) que en algunos
casos también realizó presentaciones judiciales. E incluyó, como
novedad desde una organización de los trabajadores, una política para
incluir a los miles de desocupados que generaba el neoliberalismo. Pero
no se pudo avanzar en la recuperación de todo el contenido político para
movilizar hacia nuevas herramientas que pudieran mantener el horizonte
de cambios sociales que quedaron inconclusos con la represión del
terrorismo de estado.
Víctimas o sujetos políticos
Un elemento fundamental en esta limitación fue y sigue siendo la
predominancia del concepto de “víctimas” del terrorismo de estado. Al
imponerse esta perspectiva se cierran las posibilidades a la
reivindicación de las víctimas como militantes. Y no con militancia de
cualquier tipo, sino predominantemente en organizaciones revolucionarias
armadas, que, ya sean trabajadores, estudiantes o profesionales,
constituyen la mayoría de las víctimas.
Para evitar interpretaciones incorrectas es necesario precisar que
desde el punto de vista jurídico y humano, ciertamente las víctimas
deben ser consideradas como víctimas, tanto por el delito cometido
contra ellas como por la arbitrariedad de los métodos inhumanos e
inmorales que se les aplicaron. Pero desde la óptica política, y
abarcando al conjunto social que integran secuestrados, fusilados,
presos y exiliados, compuesto por trabajadores, estudiantes y otros
sectores populares organizados políticamente, reducirse a esa
apreciación significa asumirse en una sensibilidad social de
sometimiento bajo los pies de un victimario.
Aceptar este dominio, que es precisamente la anulación de la
personalidad individual y política buscada por los represores, significa
coartar la capacidad y la iniciativa política para retomar un rol de
sujeto histórico en los necesarios procesos de cambio social. Y por lo
tanto, limitaciones en la concepción y construcción de las nuevas
herramientas políticas que requiere la situación actual. La desaparición
de los cuerpos, con el entierro clandestino en fosas comunes o lugares
deliberadamente ocultados, simboliza no sólo la pretensión de borrar la
memoria de quienes encarnaron la lucha por una sociedad justa e
igualitaria como sujetos individuales y colectivos, sino de borrar
también el proyecto que representaron. Sin memoria de los que corporizan
los proyectos históricos, hay menos posibilidades de recrear aquellos
que quedaron inconclusos.
Esta despolitización desde los derechos humanos se ha venido
expresando más en lenguajes simbólicos que políticos, aunque la política
requiera también de lo simbólico que incide en la sensibilidad social.
Por ejemplo, hablar de que “fueron perseguidos porque tenían ideas
diferentes” o “lucharon por un sueño”, y expresiones similares que
eluden especificar “las ideas diferentes” o se evaden en “sueños” (que
por lo general nunca se realizan) para no mencionar el proyecto
revolucionario que encarnaban y los métodos adoptados para concretarlo,
significa licuar el contenido de la lucha de la mayoría de nuestros
muertos y desaparecidos, que estaba estrechamente vinculado a la memoria
de la historia del movimiento popular y sus luchas de resistencias a la
opresión oligárquica.
Tampoco se trata de mencionar proyectos en el aire, sino los que
fueron encarnados por organizaciones concretas (político-militares,
sindicales y sociales), visualizadas como “peligro” potencialmente real
en la disputa del poder. Y que en las resistencias peronistas reconocen
un largo camino de construcción política. Por cierto que esto debe
hacerse señalando aciertos y errores como contribución positiva a las
nuevas situaciones. Y en este proceso ciertamente que corresponde una
profunda reflexión valorativa, de crítica y autocrítica, sobre la
violencia política, su origen, sus diferentes manifestaciones, su
desarrollo, sus implicancias, sus consecuencias.
Pero no desde “asépticas” disquisiciones académicas que
descontextualizan las diferentes situaciones, sino asumiéndose como
parte de un pueblo que lucha por su dignidad, con sus contradicciones,
con sus avances y retrocesos, sus experiencias de resistencia activa y
sus padecimientos represivos, desde el barro de la realidad cotidiana,
que hace historia y es siempre compleja imponiendo continuos
aprendizajes.
Impunidad y construcción política
El vaciamiento del contenido político hizo más potable la extensión
del reclamo de justicia por las violaciones sufridas. Considerando
positiva esa extensión a variados sectores de la sociedad, no podemos
dejar de señalar la pérdida en profundidad. Porque a la vez quedaron
limitados los logros culturales de ese objetivo, al considerar que con
la condena jurídica de los asesinos se había obtenido justicia. Claro
que son pasos fundamentales e imprescindibles para avanzar. Eso no está
en cuestión. Sólo pretendemos afirmar que allí no acaba la impunidad.
La impunidad, más allá del fallo condenatorio de la justicia, sigue
porque sigue el dominio de los victimarios, que incluye a los que
conservan buena parte del poder dominante, ante la anulación del
carácter militante de las víctimas. Más aún, éstas, despojadas de su
identidad política, no sólo resultan inofensivas para el sistema, sino
que son utilizadas para darle transparencia elevando el carácter plural y
participativo de la democracia. No hay posibilidad alguna que aquellas
víctimas vuelvan a ningún escenario que ponga en riesgo el orden del
sistema establecido.
Son parte del pasado que no debe volver “nunca más”. Aquellos
militantes y lo que representaron tampoco, por supuesto. Permanece el
efecto de la impunidad, como objetivo de la imposición del miedo por
imperio del terror, que es represivo de la vida y la libertad pero
también privativo de otros derechos (trabajo, salud, vivienda, tierra,
educación, etc.). No es casual que con el rescate de las luchas contra
las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, no
aparezcan las múltiples y aún dispersas resistencias obreras a las
políticas neoliberales de Martínez de Hoz. Muy pocos recuperan la
primera Jornada Nacional de Protesta en abril de 1979 convocada por la
“Comisión de los 25”, que conllevó el encarcelamiento de varios
dirigentes sindicales peronistas.
La impunidad del terrorismo de estado, que tiene manifestaciones en
democracia especialmente contra los más empobrecidos, domina el
escenario político cuando imposibilita, demora u obstaculiza la
constitución de nuevos sujetos políticos, con capacidad de cuestionar y
disputar el poder.
Avanzar en logros culturales implica revertir la cosmovisión
neoliberal dominante para recuperar la perspectiva comunitaria, base
fundamental para un proyecto político de cambio social.
Las dificultades evidenciadas para acompañar e incluso promover la
investigación judicial a funcionarios judiciales, clericales,
empresariales o sindicales, indican que no se ha puesto el mismo énfasis
que en la persecución a los ejecutores inmediatos de la represión. Es
fácil percibir que avanzar sobre aquellos coautores y cómplices del
terrorismo de estado encontrará más resistencia social en los sectores
de poder que han seguido acumulando espacios políticos durante los años
democráticos. La vigencia de la corporación judicial es una muestra. La
necesidad de preservar las inversiones de las multinacionales es otra.
Aunque se tenga en ambos casos, elementos concretos para enjuiciar la
coautoría civil.
No hace tanto tiempo que se habla de golpe cívico-militar. Y hay que
recordar que fueron muy criticadas las acciones de resistencia activa,
que pretendían acompañar las luchas obreras durante la dictadura, contra
el núcleo duro que era el equipo económico de José Alfredo Martinez de
Hoz.
Los pasos dados en la actualidad para la persecución penal de
algunos, como el caso de Pedro Blaquier del Ingenio Ledesma en Jujuy,
señalan un rumbo que es necesario profundizar, conscientes que las
dificultades serán más arduas que el enjuiciamiento a los militares y
fuerzas de seguridad, que ya perdieron el consenso social; pero que
podrían ser rehabilitados por los propulsores de “reconciliaciones”,
como la propuesta por el gobernador de Córdoba José Manuel De la Sota,
para reinstaurar la hegemonía de un modelo elitista y conservador. Esto,
junto a la defensa corporativa a Pedro Blaquier que realizaron
destacados exponentes de los poderes económicos y el diario La Nación en
Buenos Aires o la invitación de un prominente funcionario vaticano para
que asistiera a la asunción del Papa Francisco, son apenas signos de
que las presiones serán fuertes y no cejarán.
Igualmente sucedió en Córdoba, con actuales funcionarios judiciales
que salieron en defensa pública de magistrados imputados por delitos de
lesa humanidad, como el ex juez Carlos Otero Álvarez. Las
investigaciones en torno a Papel Prensa y otros despojos económicos
sufridos por empresarios alientan la esperanza de acabar con los
maridajes de la impunidad. Y para esto sin duda se necesita una justicia
más cercana a la sociedad.
Esta realidad nos lleva al núcleo del planteo. Pasar de “víctimas” a
“sujetos políticos” es imprescindible para las posibilidades de
construir nuevas herramientas políticas, capaces de fortalecerse en
organización como para cuestionar las bases del poder explotador, que
sigue en manos de corporaciones económicas, con sustento en
instituciones políticas, religiosas y culturales.
Pero hace falta que las propias víctimas, que ciertamente lo fueron,
como nuestros hijos o los que han crecido en esa lógica, puedan dar ese
paso que permitirá asumirse como protagonistas y no actores de reparto
en un nuevo proceso. Para eso también hay que perderle miedo a las
experiencias pasadas.
No temer en nombrarlas con nombre propio, rescatando lo positivo y
descartando lo negativo. Analizarlas sin las anteojeras construidas en
el marco del discurso de los demonios, que se niega en las palabras pero
pareciera estar incorporado en la sensibilidad, incluso de
comunicadores sociales visualizados como progresistas. Se requiere
analizar aquellas prácticas con la referencia fundamental del pueblo y
el rol jugado entonces en su relación con las organizaciones
revolucionarias. Eso aportará pautas para la nueva etapa.
No podemos ignorar que a la mayoría del espectro político, con su
multiplicidad de partidos o alianzas, que ocupa la escena nacional y las
disgregadas realidades provinciales, le es más funcional una política
de derechos humanos restringida al pasado y lavada en el contenido
político revolucionario. No deben volver los malos ejemplos. No hay por
qué cuestionar el sistema. Es mejor petrificar la memoria en el pasado.
Este pareciera ser el discurso políticamente “correcto”, que no supera
el condicionante del posibilismo.
Sin embargo las políticas distributivas avanzarán en justicia social
en la medida que exista fuerza popular organizada, capaz de acompañar y
sostener medidas de profundización del reparto de las riquezas. Y
también de proponer y participar en la ejecución de esas políticas.
Eso sería una manifestación de la democracia que necesita el pueblo
argentino, que valora los logros de estos treinta años pero a la vez
siente en su bolsillo, en su corazón y en su cabeza todo lo que le falta
para una vida en dignidad y justicia.
A treinta años ya es tiempo de pasar de la democracia liberal, que
coloca las formas por sobre su contenido, a la democracia popular con
justicia, que implica transformaciones profundas no sólo del
ordenamiento político y jurídico, sino también el económico, para una
nueva cultura que sostenga en el tiempo las transformaciones sociales
necesarias.
*
Ex detenido político. Director de Tiempo Latinoamericano. Biógrafo del
Obispo Enrique Angelelli. Ex secretario de Derechos Humanos de la
Municipalidad de Córdoba