Eugenia
Aravena se maquilla para la foto, se tapa las ojeras y se moja el pelo.
Va y viene, del baño a la oficina que la Asociación de Mujeres
Meretrices de la Argentina (AMMAR-CTA) tiene casi al final de la calle
Maipú, en pleno centro de Córdoba. “¿Estoy bien?”, pregunta, y se mira
en el reflejo del celular.
La casa está repleta de gente y de cajas con alimentos que llegaron
del Ministerio de Desarrollo Social. Allí, además de ejecutarse las
tareas administrativas de AMMAR, funciona una escuela primaria para
adultos y una secundaria, una Sala Cuna y viven tres mujeres con sus
hijos. Tres familias. “Necesitamos una sede; acá alquilamos”, explica
Aravena.
Eugenia es una militante que trabaja por los derechos de las
trabajadoras sexuales desde hace 17 años. Desde 2004 preside AMMAR, con
la idea de promover la inclusión y luchar para transformar la realidad
de las mujeres, en especial las más pobres y vulnerables. Y es madre de
un niño de 9 años.
Por su trabajo, Aravena fue distinguida con el Premio Mujeres
Solidarias de Fundación Avon, que busca apoyar y darle visibilidad a
emprendedoras cuyos programas mejoran la calidad de vida de las
personas.
Ya en 2010 Ammar había sido reconocida en Viena (Austria), junto con
otras 20 organizaciones del mundo con la “cinta roja” que otorgan
Naciones Unidas en la Conferencia Mundial de Sida.
“Parate en mi esquina”
Aravena es cordobesa por adopción. Nació en San Juan, pero a los 5
años sus padres se mudaron a Córdoba. Cursó la primaria en dos colegios,
el Simón Bolívar y el Hilario Ascasubi. Y abandonó el secundario tras
repetir tres veces primer año y ser expulsada. “Era una niña rebelde”,
apunta.
Prefiere hablar poco de sí misma y mucho de la construcción colectiva
que lleva adelante con otras compañeras. Su historia, piensa, no
debiera opacar el trabajo de la organización que dirige y que este año
presentó el libro Parate en mi esquina.
“Entrando a la adolescencia, cuando tenía 11 o 12 años, mis padres se
separaron y ahí mi vida fue un descontrol. Tenía a toda mi familia en
San Juan, no tenía familiares cerca… la pasaba en casa de amigas, una
vida bastante cuesta arriba en una edad jodida”, se explaya.
“Trabajé en un montón de cosas hasta que llegué al trabajo sexual: en
la calle, en una esquina, donde conocí a muchas compañeras mucho más
grandes que yo y que en ese tiempo me contaban las atrocidades que
tenían que pasar. Me decían: ‘Cuidate con esto, con lo otro’. Era otro
mundo, otros códigos. Quedé muy sorprendida de las cosas que pasaban:
crímenes impunes, chicas asesinadas, compañeras violadas en los
calabozos...”, detalla.
Tenía 18 años, y los relatos de las mujeres en la calle le llegaron
al alma. Le dolía que las compañeras perdieran embarazos en las celdas o
que fueran vejadas por la Policía, que no las dejaran amamantar o que
fueran presas por violar una contravención. “Nos llevaban presas por
algo que no era un delito”, relata.
“Si la Policía te conocía, te llevaban presa con tus hijos o
comprando un café. Y de esta forma sostenían un negocio puertas para
adentro, que es la explotación sexual”, subraya, y detalla las leyes con
las que se penalizaba la prostitución a lo largo de la historia
argentina. “En el nuevo Código de Convivencia se logró la derogación del
artículo 45, lo que no quiere decir que no haya persecución en las
calles”, aclara.
Eugenia cree que la lucha ha dado sus frutos, pero queda mucho por
hacer, como lograr una jubilación para las mayores de 50 y atender las
necesidades de las jóvenes trabajadoras sexuales.
Clandestinidad y negocio
Aravena asegura que el cierre de las “whiskerías” y cabarés impulsado
por el gobierno de José Manuel de la Sota, en 2012, sólo generó que la
oferta sexual se vuelva aún más clandestina. “Si a vos no te
"clandestinizan" la actividad, no hay nadie que pueda hacer negocio de
eso”, opina.
“Los lugares visibles, los que cerraron, estaban habilitados por la
Municipalidad. Muchas veces denunciamos que a las compañeras se les
exigía un carné sanitario como ‘alternadoras’, pero no había ningún tipo
de derechos laborales, ni licencia por maternidad, ni obra social.
Siguen haciendo los malditos carnés sanitarios, pero no es obligatorio
tenerlos. En todo caso que se lo exijan a los clientes. ¿Por qué se les
pide a las mujeres siempre el control de la sanidad?”, se pregunta.
“Las prostitutas pobres van presas”
"Claro que es un trabajo. Queremos ser reconocidas por una cuestión
de ampliación de derechos y de salir de la clandestinidad. Cada uno
después lo vive como lo pueda vivir”, plantea Aravena.
AMMAR tiene más de mil afiliadas, pero Eugenia estima que en Córdoba
hay miles de mujeres más, de todas las clases sociales, que ejercen el
trabajo sexual. Aravena insiste en que es un error relacionar la trata
de personas con la prostitución porque, dice, una cosa es la
explotación, la violencia y la captación. Y otra, el trabajo sexual como
fuente de ingresos.
“Claro que es un trabajo. Queremos ser reconocidas por una cuestión
de ampliación de derechos y de salir de la clandestinidad. Cada uno
después lo vive como lo pueda vivir”, plantea.
“La mayoría no terminamos la primaria, pero también tenemos
compañeras universitarias afiliadas. También están las VIP, las
‘escorts’ (prostitutas de lujo). La industria del sexo es enorme. Hay
mucha hipocresía social, mucho tabú. Las compañeras de otro nivel
económico, cultural, se cuidan más, mienten, viven en otra vida... pero a
las que son pobres las llevan presas. Acá se persigue la pobreza. A la
que está en la calle persiguen”, asegura.
“Para mí no es un trabajo fácil, pero tiene que ver con las
condiciones en las que estás. No es lo mismo estar parada en una zona
céntrica, pobre, que en un hotel cinco estrellas. Son muy duras las
condiciones de vulnerabilidad, de discriminación y de estigma que sigue
sufriendo la trabajadora sexual pobre. Todavía hay compañeras que son
asesinadas en la calle”, concluye.
Fuente: Mariana Otero, diario La Voz del Interior de Córdoba
* Equipo de Comunicación de la CTA Córdoba