jueves, 12 de diciembre de 2013

Militantes por la Justicia Social, aportes para nuevas construcciones políticas

Las graves violaciones a los derechos humanos durante el terrorismo de estado generaron múltiples iniciativas de acciones resistentes durante la misma dictadura, para defender la vida y la libertad severamente afectadas, en desaparecidos, fusilados, torturados, presos y perseguidos en general. La exigencia coyuntural obligó a centrar el reclamo en aquellos derechos básicos, arrasados por la dictadura.

Esa lucha, ya en democracia, siguió en el mismo tono ante la necesidad de reclamar la aparición con vida, y el juicio y castigo a los asesinos.
Como todo proceso histórico, la lucha por los derechos humanos tuvo y tiene sus contradicciones y limitaciones. Reivindicados primero desde lo afectivo por los familiares, se fueron constituyendo las asociaciones que representarían esas primeras experiencias. Las madres y abuelas de Plaza de Mayo quedaron como el símbolo máximo.
Pero no todo el espectro político y social que asumió aquella lucha tuvo y tiene la misma visión. Siempre desde la solidaridad estuvieron presentes dirigentes políticos, sociales y religiosos – aunque no en forma mayoritaria – que, sin haber compartido y en muchos casos habiendo estado en contra de la militancia concreta de asesinados, desaparecidos y presos, se sumaron y hasta encabezaron manifestaciones de reclamos por verdad y justicia.

La demonización de los militantes revolucionarios

El momento político, desde 1983 y aún antes, no hizo posible instalar junto a ello la participación de quienes venían luchando contra las violaciones a los derechos humanos, primero desde las campañas internacionales y luego del retorno al país, desde los mismos organismos de derechos humanos que habían contribuido a consolidar, hasta con aportes financieros, porque habían creado una estructura internacional a tales fines, como parte de su política de desgaste de la dictadura.
Continuaba la demonización de los llamados “subversivos”, desde sectores interesados, mucho más amplios que sólo las fuerzas militares y de seguridad ejecutoras del terrorismo de estado, con los grandes medios de prensa como sus principales difusores. Esta demonización se perfeccionó cuando el proceso político evolucionó favorablemente hacia la democracia. En esta demonización se encontraron las fuerzas políticas de cuño liberal, que nunca compartieron el cuestionamiento a fondo del sistema capitalista. Y coincidieron con los sectores económicos, sociales y clericales que se sintieron amenazados en la disputa por la hegemonía del poder.
El gobierno del Presidente Raúl Alfonsín emitió decretos para que se procesara a las cúpulas de las Fuerzas Armadas como ejecutoras del terrorismo de estado; y a los principales dirigentes de las organizaciones revolucionarias Montoneros y PRT-ERP, que encarnaron la lucha armada.
De ese modo se institucionalizaron los dos demonios, cuya doctrina quedaría mejor expuesta por el presidente de la CONADEP Ernesto Sábato en el prólogo del Nunca Más en 1984. Sin atribuirle la autoría exclusiva al eximio escritor, ya que fueron varios los pronunciamientos políticos y sociales, antes y después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, que equipararon las “violencias de diversos signos”, sin asumir ninguna responsabilidad política en su génesis.
No es propósito de estas breves reflexiones desarrollar dicha doctrina, sino avanzar en sus consecuencias tanto a nivel de la lucha por los derechos humanos como en las posibilidades de reconstitución política para el proyecto de las grandes mayorías populares. Las grandes limitaciones para esto durante estos largos años de democracia, nos desafían – más allá de lo logrado – a profundizar en los variados aspectos que como resabios del terrorismo de estado todavía influyen como obstáculos al desarrollo de construcciones políticas capaces de generar nuevas condiciones objetivas y subjetivas para las transformaciones exigidas por las realidades de injusticias sociales.
Partimos de afirmar y reconocer que aquella valiosa lucha de los primeros años de los organismos de derechos humanos, que incluyó la participación de algunos dirigentes políticos, sociales y religiosos, sirvió para difundir e instalar en buena parte de la sociedad la gravedad de las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo al predominar en aquella reivindicación los derechos a la vida y a la libertad, quedó acotada a una concepción liberal de los derechos humanos, cuya manifestación más evidente fue la abstracción o el ocultamiento de la vida militante de quienes aparecían mayoritariamente como víctimas del terrorismo de estado.
Más aún, se juzgaba políticamente conveniente no hacer referencia a ella porque se consideraba que debilitaba las argumentaciones condenatorias de las violaciones. De buena parte de los familiares tampoco se creía oportuno destapar aquello, que en muchos casos, ellos mismos habían ignorado o no compartido: la pertenencia a organizaciones revolucionarias armadas. Muy poco lo hacían los allegados a militantes de las izquierdas tradicionales, que desde su postura política negaban la validez de la lucha armada; quienes de todos modos en el marco de la doctrina de seguridad nacional aplicada por los militares, quedaban igualmente sospechados de “subversivos”.
Esto posibilitó la instalación con mayor fuerza de la teoría de los dos demonios, que fue ampliamente acogida por los principales protagonistas de los primeros períodos democráticos.
De este modo, y sin pretender hacer un desarrollo minucioso de los procesos de formación y actuación de los principales organismos de derechos humanos, se fue afianzando el reclamo de justicia, con sus idas y venidas, hasta que pudo encauzarse con mayor estabilidad y eficacia, a partir de la anulación de las leyes de impunidad, en el 2006, con una reivindicación política más integral de las víctimas de las violaciones a los derechos humanos, desde la asunción del Presidente Néstor Kirchner en el 2003.

El camuflaje de los coautores

Se manifestarían sin embargo nuevas limitaciones con sus consecuencias políticas. La urgencia de reencauzar el reclamo de justicia conllevaba la decisión política de anular las leyes de impunidad, retomando las denuncias y los procesos paralizados en 1987 por las leyes de obediencia debida y punto final del presidente Raúl Alfonsín y los decretos de indultos del Presidente Carlos Menem. Pero este reclamo quedó centrado, prácticamente en forma excluyente, en los ejecutores directos del terrorismo de estado: los militares y las fuerzas de seguridad.
Este aspecto venía favorecido por el transcurso de veinte años de vida democrática en el país (de 1983 al 2003) con plena vigencia del neoliberalismo, que benefició a los sectores económicos concentrados, igual que durante el terrorismo de estado. Estos y otros sectores se reciclaron en los partidos políticos tradicionales y factores de poder como la mayoría del poder judicial que se mantuvo intacto, la cúpula eclesiástica, las usinas económicas con sus Institutos técnicos financiados por las corporaciones nacionales e internacionales y los grandes medios masivos de comunicación social.
También la dirigencia sindical burocratizada, que se integró a los negocios de las reformas privatizadoras del neoliberalismo, amparó aquella vigencia de la impunidad del amplio espectro social, cuya complicidad recién empezaría a visibilizarse al calor de los juicios de lesa humanidad.
La sensibilidad social que despertó el conocimiento de los horrores cometidos por el terrorismo de estado tuvo su efecto positivo al extender una nueva conciencia y valorización de los derechos humanos y la convivencia democrática. El impacto fue especialmente en los sectores medios; y se expresó y expresa en las marchas conmemorativas de cada 24 de marzo o 10 de diciembre. No alcanzó sin embargo para penetrar en amplios sectores populares, más urgidos por las necesidades inmediatas que le generaba la crueldad del modelo neoliberal, con desocupación, desatención de salud, desmantelamiento de la legislación laboral y previsional, etc., a lo que debe añadírsele la cooptación por la cultura neoliberal. Por efectos de la misma fragmentación social no se logró que las organizaciones sindicales, por ejemplo, asumieran la reivindicación de sus trabajadores desaparecidos.
Salvo la CTA (Central de Trabajadores de la Argentina) que en algunos casos también realizó presentaciones judiciales. E incluyó, como novedad desde una organización de los trabajadores, una política para incluir a los miles de desocupados que generaba el neoliberalismo. Pero no se pudo avanzar en la recuperación de todo el contenido político para movilizar hacia nuevas herramientas que pudieran mantener el horizonte de cambios sociales que quedaron inconclusos con la represión del terrorismo de estado.

Víctimas o sujetos políticos

Un elemento fundamental en esta limitación fue y sigue siendo la predominancia del concepto de “víctimas” del terrorismo de estado. Al imponerse esta perspectiva se cierran las posibilidades a la reivindicación de las víctimas como militantes. Y no con militancia de cualquier tipo, sino predominantemente en organizaciones revolucionarias armadas, que, ya sean trabajadores, estudiantes o profesionales, constituyen la mayoría de las víctimas.
Para evitar interpretaciones incorrectas es necesario precisar que desde el punto de vista jurídico y humano, ciertamente las víctimas deben ser consideradas como víctimas, tanto por el delito cometido contra ellas como por la arbitrariedad de los métodos inhumanos e inmorales que se les aplicaron. Pero desde la óptica política, y abarcando al conjunto social que integran secuestrados, fusilados, presos y exiliados, compuesto por trabajadores, estudiantes y otros sectores populares organizados políticamente, reducirse a esa apreciación significa asumirse en una sensibilidad social de sometimiento bajo los pies de un victimario.
Aceptar este dominio, que es precisamente la anulación de la personalidad individual y política buscada por los represores, significa coartar la capacidad y la iniciativa política para retomar un rol de sujeto histórico en los necesarios procesos de cambio social. Y por lo tanto, limitaciones en la concepción y construcción de las nuevas herramientas políticas que requiere la situación actual. La desaparición de los cuerpos, con el entierro clandestino en fosas comunes o lugares deliberadamente ocultados, simboliza no sólo la pretensión de borrar la memoria de quienes encarnaron la lucha por una sociedad justa e igualitaria como sujetos individuales y colectivos, sino de borrar también el proyecto que representaron. Sin memoria de los que corporizan los proyectos históricos, hay menos posibilidades de recrear aquellos que quedaron inconclusos.
Esta despolitización desde los derechos humanos se ha venido expresando más en lenguajes simbólicos que políticos, aunque la política requiera también de lo simbólico que incide en la sensibilidad social. Por ejemplo, hablar de que “fueron perseguidos porque tenían ideas diferentes” o “lucharon por un sueño”, y expresiones similares que eluden especificar “las ideas diferentes” o se evaden en “sueños” (que por lo general nunca se realizan) para no mencionar el proyecto revolucionario que encarnaban y los métodos adoptados para concretarlo, significa licuar el contenido de la lucha de la mayoría de nuestros muertos y desaparecidos, que estaba estrechamente vinculado a la memoria de la historia del movimiento popular y sus luchas de resistencias a la opresión oligárquica.
Tampoco se trata de mencionar proyectos en el aire, sino los que fueron encarnados por organizaciones concretas (político-militares, sindicales y sociales), visualizadas como “peligro” potencialmente real en la disputa del poder. Y que en las resistencias peronistas reconocen un largo camino de construcción política. Por cierto que esto debe hacerse señalando aciertos y errores como contribución positiva a las nuevas situaciones. Y en este proceso ciertamente que corresponde una profunda reflexión valorativa, de crítica y autocrítica, sobre la violencia política, su origen, sus diferentes manifestaciones, su desarrollo, sus implicancias, sus consecuencias.
Pero no desde “asépticas” disquisiciones académicas que descontextualizan las diferentes situaciones, sino asumiéndose como parte de un pueblo que lucha por su dignidad, con sus contradicciones, con sus avances y retrocesos, sus experiencias de resistencia activa y sus padecimientos represivos, desde el barro de la realidad cotidiana, que hace historia y es siempre compleja imponiendo continuos aprendizajes.

Impunidad y construcción política

El vaciamiento del contenido político hizo más potable la extensión del reclamo de justicia por las violaciones sufridas. Considerando positiva esa extensión a variados sectores de la sociedad, no podemos dejar de señalar la pérdida en profundidad. Porque a la vez quedaron limitados los logros culturales de ese objetivo, al considerar que con la condena jurídica de los asesinos se había obtenido justicia. Claro que son pasos fundamentales e imprescindibles para avanzar. Eso no está en cuestión. Sólo pretendemos afirmar que allí no acaba la impunidad.
La impunidad, más allá del fallo condenatorio de la justicia, sigue porque sigue el dominio de los victimarios, que incluye a los que conservan buena parte del poder dominante, ante la anulación del carácter militante de las víctimas. Más aún, éstas, despojadas de su identidad política, no sólo resultan inofensivas para el sistema, sino que son utilizadas para darle transparencia elevando el carácter plural y participativo de la democracia. No hay posibilidad alguna que aquellas víctimas vuelvan a ningún escenario que ponga en riesgo el orden del sistema establecido.
Son parte del pasado que no debe volver “nunca más”. Aquellos militantes y lo que representaron tampoco, por supuesto. Permanece el efecto de la impunidad, como objetivo de la imposición del miedo por imperio del terror, que es represivo de la vida y la libertad pero también privativo de otros derechos (trabajo, salud, vivienda, tierra, educación, etc.). No es casual que con el rescate de las luchas contra las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, no aparezcan las múltiples y aún dispersas resistencias obreras a las políticas neoliberales de Martínez de Hoz. Muy pocos recuperan la primera Jornada Nacional de Protesta en abril de 1979 convocada por la “Comisión de los 25”, que conllevó el encarcelamiento de varios dirigentes sindicales peronistas.
La impunidad del terrorismo de estado, que tiene manifestaciones en democracia especialmente contra los más empobrecidos, domina el escenario político cuando imposibilita, demora u obstaculiza la constitución de nuevos sujetos políticos, con capacidad de cuestionar y disputar el poder.
Avanzar en logros culturales implica revertir la cosmovisión neoliberal dominante para recuperar la perspectiva comunitaria, base fundamental para un proyecto político de cambio social.
Las dificultades evidenciadas para acompañar e incluso promover la investigación judicial a funcionarios judiciales, clericales, empresariales o sindicales, indican que no se ha puesto el mismo énfasis que en la persecución a los ejecutores inmediatos de la represión. Es fácil percibir que avanzar sobre aquellos coautores y cómplices del terrorismo de estado encontrará más resistencia social en los sectores de poder que han seguido acumulando espacios políticos durante los años democráticos. La vigencia de la corporación judicial es una muestra. La necesidad de preservar las inversiones de las multinacionales es otra. Aunque se tenga en ambos casos, elementos concretos para enjuiciar la coautoría civil.
No hace tanto tiempo que se habla de golpe cívico-militar. Y hay que recordar que fueron muy criticadas las acciones de resistencia activa, que pretendían acompañar las luchas obreras durante la dictadura, contra el núcleo duro que era el equipo económico de José Alfredo Martinez de Hoz.
Los pasos dados en la actualidad para la persecución penal de algunos, como el caso de Pedro Blaquier del Ingenio Ledesma en Jujuy, señalan un rumbo que es necesario profundizar, conscientes que las dificultades serán más arduas que el enjuiciamiento a los militares y fuerzas de seguridad, que ya perdieron el consenso social; pero que podrían ser rehabilitados por los propulsores de “reconciliaciones”, como la propuesta por el gobernador de Córdoba José Manuel De la Sota, para reinstaurar la hegemonía de un modelo elitista y conservador. Esto, junto a la defensa corporativa a Pedro Blaquier que realizaron destacados exponentes de los poderes económicos y el diario La Nación en Buenos Aires o la invitación de un prominente funcionario vaticano para que asistiera a la asunción del Papa Francisco, son apenas signos de que las presiones serán fuertes y no cejarán.
Igualmente sucedió en Córdoba, con actuales funcionarios judiciales que salieron en defensa pública de magistrados imputados por delitos de lesa humanidad, como el ex juez Carlos Otero Álvarez. Las investigaciones en torno a Papel Prensa y otros despojos económicos sufridos por empresarios alientan la esperanza de acabar con los maridajes de la impunidad. Y para esto sin duda se necesita una justicia más cercana a la sociedad.
Esta realidad nos lleva al núcleo del planteo. Pasar de “víctimas” a “sujetos políticos” es imprescindible para las posibilidades de construir nuevas herramientas políticas, capaces de fortalecerse en organización como para cuestionar las bases del poder explotador, que sigue en manos de corporaciones económicas, con sustento en instituciones políticas, religiosas y culturales.
Pero hace falta que las propias víctimas, que ciertamente lo fueron, como nuestros hijos o los que han crecido en esa lógica, puedan dar ese paso que permitirá asumirse como protagonistas y no actores de reparto en un nuevo proceso. Para eso también hay que perderle miedo a las experiencias pasadas.
No temer en nombrarlas con nombre propio, rescatando lo positivo y descartando lo negativo. Analizarlas sin las anteojeras construidas en el marco del discurso de los demonios, que se niega en las palabras pero pareciera estar incorporado en la sensibilidad, incluso de comunicadores sociales visualizados como progresistas. Se requiere analizar aquellas prácticas con la referencia fundamental del pueblo y el rol jugado entonces en su relación con las organizaciones revolucionarias. Eso aportará pautas para la nueva etapa.
No podemos ignorar que a la mayoría del espectro político, con su multiplicidad de partidos o alianzas, que ocupa la escena nacional y las disgregadas realidades provinciales, le es más funcional una política de derechos humanos restringida al pasado y lavada en el contenido político revolucionario. No deben volver los malos ejemplos. No hay por qué cuestionar el sistema. Es mejor petrificar la memoria en el pasado. Este pareciera ser el discurso políticamente “correcto”, que no supera el condicionante del posibilismo.
Sin embargo las políticas distributivas avanzarán en justicia social en la medida que exista fuerza popular organizada, capaz de acompañar y sostener medidas de profundización del reparto de las riquezas. Y también de proponer y participar en la ejecución de esas políticas.
Eso sería una manifestación de la democracia que necesita el pueblo argentino, que valora los logros de estos treinta años pero a la vez siente en su bolsillo, en su corazón y en su cabeza todo lo que le falta para una vida en dignidad y justicia.
A treinta años ya es tiempo de pasar de la democracia liberal, que coloca las formas por sobre su contenido, a la democracia popular con justicia, que implica transformaciones profundas no sólo del ordenamiento político y jurídico, sino también el económico, para una nueva cultura que sostenga en el tiempo las transformaciones sociales necesarias.
* Ex detenido político. Director de Tiempo Latinoamericano. Biógrafo del Obispo Enrique Angelelli. Ex secretario de Derechos Humanos de la Municipalidad de Córdoba       

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