Con vida lo llevaron, con vida lo queremos, gritaban las Madres de la plaza y replicaba entre las decenas de miles. Que respondían como un eco. La misma frase, el mismo Estado y, en este caso, la misma gendarmería obediente.
Otros rostros sobre el escenario dejaban al desnudo que los nombres varían al frente del poder pero hay historias sistémicas. “Todos los gobiernos constitucionales torturan, matan y desaparecen en democracia”, decía la bandera que sostenía Vanesa Orieta, la hermana de Luciano Arruga, desaparecido, torturado y asesinado por la policía en 2009.
Se trata, en cada tiempo, de un derecho que se suspende, que se deja entre paréntesis, que se viola y se hunde en el olvido para –decía Agambén- preservar al mismo estado. En una práctica que todo gobierno ejerce abierta o solapadamente.
La historia entera se podía dibujar sobre el escenario. En el centro, Sergio Maldonado y su esposa Andrea, hermano y cuñada de Santiago. A sus flancos, la eterna y luminosa Nora Cortiñas, Madre entre las Madres y, con la boina negra de siempre, Adolfo Pérez Esquivel. Más allá, Nilda Eloy, con sus cabellos canos, que convoca con su sola presencia una y otra vez la figura ausente de Jorge Julio López. Vanesa, imparable, con su juventud a cuestas y una sabiduría impuesta a fuerza de tragedia y dolor. Taty Almeyda, que ofrece –a través de la figura de su hijo- la certeza del corrimiento del estado de derecho en el peronismo del 75.
Algunas imágenes, pocas, congregaban en una unidad de memoria a Santiago, López y Luciano. López, el Viejo, el que desapareció dos veces. Y una tercera vez, cuando es raleado de los discursos y de las crónicas. Santiago, de quien se perdió todo rastro cuando la gendarmería asoló tierras patagónicas. En las que los pueblos del origen, preexistentes a la invasión atroz de los conquistadores, resisten –como pueden- desde hace más de 500 años. Y Luciano, que simboliza a los pibes de los márgenes que pugnan por sobrevivir a las miserias. Con la dignidad en alto, cuando se plantó ante la Bonaerense y se negó a robar para la corona.
Algunos rostros indios asomaban, entre medio de los miles y miles, en la que alguna vez fue la Plaza de la Victoria y que la marca de 1810 transformó más tarde en Plaza de Mayo. Con la bandera whipala ondeando al viento, la vincha sobre la frente y los surcos en el rostro oscuro con cabellos renegridos.
En los costados de la plaza los puestos de hamburguesas, choripanes y bondiolas humeaban con troncos en llamas que entibiaban la tarde húmeda. Alguno que otro puesto ostentaba también la imagen de Santiago, con el pañuelo en la cabeza y los ojos que observan e indagan a quien se atreva a sostenerle la mirada.
Algunas Madres leyeron un documento unificado. Que cuestionaba al estado macrista y olvidaba a otros. Que perdía de vista el hilo conductor de las historias institucionales que repiten prácticas de un modelo al que el mismo Santiago, a su manera, se oponía y se enfrentaba. Como reflejó su hermano Sergio cuando leyó un texto del joven artesano desaparecido en el que desplegaba su rechazo al sistema capitalista. “Santiago te quiero ver, estoy orgulloso de vos”, le gritó con la garganta anudada y el llanto naciente como si su hermano lo pudiera estar escuchando desde algún sitio oculto mientras le aseguraba que le iría la vida, de ser necesario, en su búsqueda.
El escenario estaba partido. Mientras las locutoras convocaban a retirarse con calma y en paz, Nora Cortiñas se impuso con su diminuto metro y medio para rodearse de otros luchadores y gritar el nombre de Jorge Julio López, reclamar por los desaparecidos en democracia y por los 30.000 que son ausencia eterna. Ahora y siempre.
Los alrededores de la plaza mostraban otros dolores. Hombres recostados con sus cartones y algunos trapos contra las paredes de algún edificio público. Sobre una vereda de baldosones rotos, una niña de 4 ó 5 años, cubría su espalda con la tela de un paraguas, mientras daba saltitos entre charcos. Como si se tratase de la capa de una princesa egipcia, sostenía la estructura metálica como una espada con la que derrotar a los monstruos. Mientras su mamá, joven y desolada, estiraba la mano para rogar alguna que otra moneda. Desaparecidos sociales a los que pocos ven. Hijos de otras maquinarias que nacen del mismo huevo de la misma serpiente.
Santiago no está. Es pura ausencia. Aunque Patricia Bullrich diga que es una mera construcción. Pero Santiago no está. Y su nombre fue grito ahogado. Fue reclamo de a miles. Fue, aunque muchos no lo quieran, el compañero de López, de Luciano, de 30.000. De mapuches olvidados. De Qom hundidos en la desmemoria.
Apenas 38 horas después del acto se abren las elecciones. Decían que había veda política. En verdad, había y habrá, veda de justicia.
Por Claudia Rafael, Agencia CTA.
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