La violencia sexual ejercida en los centros clandestinos de detención fue una práctica sistemática de la dictadura cívico-militar, como una forma de disciplinar a las mujeres por no acatar los mandatos de la sociedad patriarcal.
Si bien se trató de un método que formó parte del plan sistemático de genocidio, tuvo que pasar mucho tiempo hasta que efectivamente fuera considerado con la magnitud que requiere: como un crimen de lesa humanidad.
Durante la dictadura cívico-militar, la violencia de género fue una práctica sistemática y planificada aplicada a las mujeres detenidas-desaparecidas como parte de los mecanismos del terrorismo de Estado. Violaciones, desnudez, humillaciones, esclavitud sexual, abortos y embarazos forzados, falsas revisiones médicas, partos clandestinos, fueron algunas de las formas de tortura que durante mucho tiempo fueron invisibilizadas, subsumidas bajo la figura legal de tormentos y en las distintas vejaciones. Tuvieron que pasar años para que los hechos de violencia sexual fueran incluidos en los juicios por delitos de lesa humanidad y considerados como crímenes con una especificidad propia.
Durante la dictadura cívico-militar, la violencia de género fue una práctica sistemática y planificada aplicada a las mujeres detenidas-desaparecidas como parte de los mecanismos del terrorismo de Estado.
A nivel internacional, los tribunales ad hoc de Ruanda y ex Yugoslavia, creados a mediados de los ‘90 para el tratamiento de los crímenes de guerra cometidos en esas regiones, sentaron por primera vez las bases para la tipificación y sanción de la violencia sexual contra las mujeres como violaciones a los derechos humanos. Esto también fue establecido en 1998, en el Estatuto de la Corte Penal Internacional, para abusos sexuales que formen parte de una ataque sistemático o generalizado contra una población civil. En el caso del Código Penal argentino, las violaciones fueron definidas hasta 1999 como “delitos contra la honestidad”, lo que implicaba una relación implícita entre la moral y la sexualidad de la mujer, en lugar de considerarlos un ataque a su libertad, integridad y dignidad como fue después de la modificación del código.
Cuando se reabrieron los juicios de lesa humanidad en el año 2006, reaparecieron testimonios de mujeres que habían sufrido violencia de género en los centros clandestinos de detención y que rompieron el silencio sobre un tema que, aún hoy, continúa funcionando como un estigma al interior de la cultura patriarcal. Algunas de esas denuncias ya habían surgido en declaraciones ante la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (CONADEP) y en el Juicio a las Juntas Militares, en 1985, pero no habían sido consideradas como delitos autónomos. Recién en 2010, se dictó el primer fallo que consideró a las violaciones como delitos de lesa humanidad, en el Tribunal Oral Federal de Santa Fe, que condenó a once años de prisión a Horacio Américo Barcos, un ex agente civil de Inteligencia de esa provincia.
“Esto te pasó por no quedarte cuidando de tus hijos”
Según el Informe Nacional sobre Desaparición de Personas, el 33% de los desaparecidos entre 1976 y 1983 eran mujeres y el 10% de ellas estaban embarazadas. La gran mayoría fueron sometidas a vejámenes sexuales perpetrados de forma sistemática en todos los centros clandestinos de detención, como parte de un mecanismo de disciplinamiento que tenía su base en un esquema patriarcal de poder. Tal como se explica en el libro Grietas en el silencio. Una investigación sobre la violencia sexual en el marco del terrorismo de Estado (CLADEM, 2011), material que reúne testimonios de sobrevivientes de la dictadura, las mujeres que participaban en política eran doblemente transgresoras: por un lado de los valores sociales y políticos “tradicionales” y, por el otro, del rol que se suponía que debían ocupar según los mandatos machistas de la cultura.
Las mujeres que participaban en política eran doblemente transgresoras: por un lado de los valores sociales y políticos “tradicionales” y, por el otro, del rol que se suponía que debían ocupar según los mandatos machistas de la cultura.
Al ocupar el espacio público, la mujer desafiaba el papel de madre y esposa impuesto por la sociedad y reforzado por el conservadurismo ultracatólico. La violencia sexual funcionaba así como un “castigo” para rectificar un comportamiento que se desviaba de la norma patriarcal y que, además, buscaba ser encauzado para destruir todo lo que amenazara el plan económico que la dictadura cívico-militar quiso imponer mediante el genocidio. En la sociedad que pretendían dominar mediante el adoctrinamiento y el terror, la mujer debía ocupar un lugar específico dentro de la institución de la familia, exclusivamente unida a una función doméstica y reproductiva. Romper con esta estructura la convertía un “enemigo peligroso” que había infringido “valores morales”.
Pero además, y como también lo afirma la especialista en estudios de género y memoria, María Sonderéguer, violentar el cuerpo de las mujeres era una forma de disciplinar a los varones. Una condena basada en la idea de que se estaba atacando un objeto de su propiedad, tal y como la mujer es concebida según el sistema machista, marcándolo como una forma de inscribir la humillación y atacar el “honor” y la “masculinidad”. Así, la cosificación de los cuerpos a través de la agresión sexual era el método de los represores para deshumanizar y también demostrar poder, un símbolo de dominación marcado por la desigualdad de género.
Aún en la actualidad, quebrar el silencio sobre la violencia sexual perpetrada en los centros clandestinos de detención continúa siendo difícil. Las mujeres cargan con sentimientos de culpa y vergüenza, producto de una sociedad que históricamente ha estigmatizado a las víctimas de violencia de género. Pero además, durante mucho tiempo, la Justicia no propició los contextos adecuados para respetar y atender los testimonios como crímenes de lesa humanidad, que deben ser investigados y juzgados como parte de un mecanismo del terrorismo de Estado que sufrieron las mujeres solo por el hecho de serlo. Fue necesario un cambio en la jurisprudencia internacional pero también en el contexto social para adoptar una perspectiva de género que le diera a estos hechos la magnitud que se merecen.
Durante mucho tiempo, la Justicia no propició los contextos adecuados para respetar y atender los testimonios como crímenes de lesa humanidad, que deben ser investigados y juzgados como parte de un mecanismo del terrorismo de Estado que sufrieron las mujeres solo por el hecho de serlo.
Según un informe recientemente publicado por la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, desde el año 2010, fueron condenadas por delitos de abuso sexual, violación y aborto forzado 95 personas, en causas que involucraron a a 99 víctimas, apróximadamente un 20 por ciento del total de casos de violencia sexual, según el organismo. Para iniciar este proceso fue importante el trabajo conjunto de especialistas como Sonderéguer, fiscales y también de organismos como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que contribuyó a visibilizar la cuestión. En 2011, la procuraduría publicó el documento “Consideraciones sobre el juzgamiento de los abusos sexuales cometidos en el marco del terrorismo de Estado”, que identifica oficialmente la necesidad de considerar los abusos como crímenes de lesa humanidad y ordena a los fiscales del país implementar las directivas para tal fin.
El reconocimiento de la violencia sexual durante la dictadura cívico-militar como parte del plan sistemático implementado para disciplinar e instalar el terror es visibilizar el impacto diferencial sobre las mujeres a partir del rol de género establecido en la sociedad. En este sentido, comprender el peso de los mandatos machistas que recrudecieron en el marco del terrorismo de Estado como forma de tortura, pero también como de control social resulta fundamental, para hacer justicia, quebrar el silencio y lograr la condena efectiva de los responsables.
Fuente: www.laprimerarpiedra.com.ar
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